Hay quienes viven la vida para contarla, como García Márquez. Algunos, como Sabines, le dan sentido a la existencia cuando la transforman en poesía. Otros respiran para pintar y miran, caminan, viajan, para dibujar; observan el mundo que los rodea, desde que amanece hasta que se pone el sol, para interiorizarlo y luego representarlo en el lenguaje de las formas, los colores y las texturas, los óleos, los acrílicos y las acuarelas y sobre lienzo, madera o papel. No hay escapatoria, viven para expresarse en la pintura, como Esteban de Nys.

     De niño deseaba ser inventor, como Da Vinci, y se convirtió en ingeniero químico. Todos los días, en el trabajo -en una fábrica de pinturas primero y luego en una de papel- o en donde quiera que esté, lleva una libreta casi en secreto, para después, en complicidad con sus pinceles, lanzarse a inventar su propio mundo pictórico y plasmar el universo de sus fascinaciones: el agua, el fuego, la tierra y el viento; la tabla periódica; el mundo de la infancia y de los juegos que desea retener y soltar al mismo tiempo; los espacios armoniosos de su casa; los paisajes interiores y exteriores de la memoria, los afectos, las hortensias, las montañas, el horizonte, los instrumentos de escritura, la caligrafía… Y, también, ese no-lugar misterioso que llamamos infinito, al que busca desde la ventana o desde un bosque imaginario dentro de un biombo. Su espíritu, libre, juega y explora con diversos estilos, técnicas, soportes y formatos donde percibimos ecos de Turner, Whistler o Hopper, pero sobre todo, el gran autorretrato de un pintor en la bitácora de su mirada.

Miro su obra y hago mío el anhelo de Hölderlin:

Que así, el hombre mantenga lo que de niño prometió.

Adriana Malvido